Dedicado a Nano, compañero de viaje en el grupo literario Bremen. Gracias por cada momento, por todo lo que he aprendido a tu lado, descansa en paz.

A principio de los años 90 tres amigos decidimos hacer el Camino de Santiago. Aún no había internet, lo planificamos con una guía de viaje y consultamos con otro amigo que lo hizo anteriormente. Diseñamos las etapas y preparamos un equipaje capaz de afrontar contingencias como el clima o las temidas ampollas. El objetivo era alcanzar Santiago, superar los obstáculos que pudieran aparecer en los seiscientos kilómetros de recorrido a lo largo de veintidos días. El Camino no era tan popular como ahora y quedaba un aura romántica acerca de la magnitud del reto.

A los pocas etapas asumimos que el equipaje era excesivo, sobraba ropa y cachivaches como los equipos fotográficos con los que pretendíamos atrapar toda la belleza que se nos cruzara. En cuanto apareció una oficina de correos facturamos muchas cosas de vuelta. Pese a que elegimos cuidadosamente el calzado aparecieron las ampollas, también se nos dificultó el descanso ya que lo habitual era dormir en el suelo. En todo caso, los contratiempos se difuminaban entre lo que nos iba deparando el caminar. La detallada planificación de etapas quedó al dictado de unos pies que solo obedecían a nuestro ánimo. A veces parábamos al poco de salir, una piscina natural formada por un río era una propuesta demasiado tentadora, lo mismo que un paisano al que pedías una indicación y te invitaba a entrar a su bodega, donde te agasajaba con un vino que no era bendito pero sabía a gloria. Solíamos completar el tramo diario antes de comer, aunque a veces lo pies se encaprichaban en seguir caminando por la tarde. Descubrimos infinidad de cosas buenas, de las mejores a las que cabe aspirar. Algunas de ellas estaban en la guía con la que planificamos al viaje, la mayoría, no.

Llegamos un 23 de julio laborable, sobre las once de la mañana. Atravesamos las calles hasta la Catedral, la gente iba y venía con sus quehaceres diarios. Nuestros pies finalmente pisaban el lugar que simboliza la culminación del reto. Íbamos nosotros tres, unas chicas con las que compartimos camino desde Burgos y otro grupo que llevaba un burro con los que empezamos a coincidir por Palencia. Siempre habíamos imaginado que sería un momentos de abrazos, de euforia. Lo que ocurrió sin embargo es que posamos el equipaje en el suelo y en silencio nos fuimos sentando en la escalinata de la catedral. La soledad del lugar a esas horas hizo más ostensible el mismo silencio en el que quedamos sumidos cada uno de nosotros.

Muchos peregrinos llegan a Santiago y cambian la meta para seguir hasta Finisterre donde el mar impide definitivamente seguir caminando. En el tiempo que permanecí sentado en la escalinata se sucedieron en mí, y estoy seguro que en todos los demás, emociones intensas y contradictorias. Al levantarnos no hablamos de ello, tampoco hacia falta, el Santiago que por fin pisábamos con nuestros pies llenos de ampollas cicatrizadas, se nos revelaba como la premisa de la verdadera historia. Una historia que en ese momento tocaba a su fin o, mejor dicho, cerraba un capítulo importante para continuar de otro modo para cada uno de nosotros.

Nietzsche en uno de sus más bellos aforismos dijo; la grandeza del ser humano está en ser un puente y no una meta: lo que en él se puede amar es que es un tránsito y un ocaso.

Si tuviera que decir dónde está el epicentro que genera toda la energía que se expande a través de ese proceso que llamamos creatividad, diría que está ahí justamente, en el camino, en el tránsito.

 

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